Durante mucho tiempo, las opiniones públicas percibieron los asuntos europeos como cuestiones de política exterior, por lo tanto, a sus ojos, reservadas a los expertos y a las Administraciones. Los Gobiernos y las instituciones de la Unión Europea (UE) mantuvieron esa ilusión que les permitía conservar las manos libres y prescindir de la aquiescencia popular para los “avances” de la construcción comunitaria.
Hubo que esperar hasta las campañas de ratificación del Tratado Constitucional Europeo en 2005 para que, en un número creciente de Estados miembros, los ciudadanos se dieran cuenta de que las decisiones estructurantes que los involucraban –y eso en prácticamente todos los dominios– ya no se tomaban en sus países, sino en Bruselas y en Fráncfort. O sea, fuera de todo control de los Parlamentos nacionales. Asimismo, no es sorprendente que la actitud a adoptar con relación a la UE se haya vuelto un tema principal de los debates (...)